martes, 17 de mayo de 2011


COLTÁN, POR NUESTRA COMODIDAD
Técnica mixta sobre lienzo
100 x 100 cm
Autor: Carlos Martínez García


El niño escupió sobre sus manos encallecidas. Apretó los labios al frotar la una con la otra antes de volver a coger el martillo y el cincel, dispuesto a arrancar los grumos de tierra y piedras que le separaban de sus tres dólares diarios. Más allá, recostados bajo el único árbol que ofrecía algo de sombra en la superficie yerma de la mina, dos militares babeaban. De la tierra agujereada comenzó a emanar un olor rancio de podredumbre. El niño, extrañado, dejó de picar.
Un ruido fue, poco a poco, conquistando el ambiente. Se hizo ensordecedor hasta el punto de que el niño pensó que sus tímpanos reventarían. (Por supuesto él no sabía lo que es un tímpano, simplemente sintió cómo el dolor dentro de su orejita se acrecentaba.) Un carro alado apareció tras la colina y por todas partes el polvo se levantó hacia el cielo. El niño sintió el polvo rojo y gris penetrar los orificios de su cuerpo.
El carro detuvo sus alas metálicas y un dios blanco descendió a la tierra oscura. La mina recuperó su sinfonía metálica habitual y el niño siguió picando sin que su curiosidad le permitiera retirar la mirada del dios blanco del coltán, que hablaba con los militares y con un aparato que sostenía junto a su oreja. Había oído que ese artilugio estaba hecho del mineral que tanto le costaba encontrar y pensó que quizá ese mineral fuera mágico, ya que permitía hablar con quienes no estaban delante.
El olor pútrido le despertó de sus ensoñaciones. Cada vez se acentuaba más. Provenía de la tierra. Arrancó una piedra y descubrió debajo algo negro y brillante. Se alegró: podría llevar algo más de dinero a casa. Sin embargo, al tratar de extraer el mineral con sus manos lo sintió blando. Siguió limpiando el polvo de la superficie oscura y el pedazo que asomaba cada vez se fue haciendo más y más grande, del tamaño de una…
El niño entonces se sumió en el silencio. Limpió bien las hendiduras de aquella cabeza de negro putrefacta. Apartó el polvo de los ojos semiabiertos, vació de tierra los agujeros de la nariz, retiró las lombrices que habían hecho de las orejas de aquella cabeza su casa y observó la expresión de aquel rostro hinchado: le resultaba trágicamente familiar.
Christian Checa

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